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martes, noviembre 14th, 2017

Los vestidos, el paisaje del ocio

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4413_cardona BRLas imágenes que nos llegan de la época muestran, a finales del siglo xix, escenas donde hombres y mujeres de distintas edades disfrutan de actividades variadas: conciertos, óperas, excursiones al aire libre, paseos, algún viaje en coche o bicicleta e, incluso, la práctica de deportes. La ropa debía responder a las nuevas actividades y, por ello, la diversificación de las formas de vestir, sobre todo las femeninas, se hace cada vez más evidente. La mujer, que cada vez encontraba más espacio fuera de casa (aunque cabe decir que la dimensión femenina aún estaba muy ligada al hogar), empleaba vestidos más funcionales para salir a la calle. El traje sastre, inspirado en la indumentaria masculina, estaba formado por una falda y una chaqueta similar a la americana. Se combinaba con una blusa, que a menudo se dejaba ver al llevar abierta la chaqueta. Las faldas eran más cortas durante el día y solo de noche o en las ocasiones más especiales se alargaban con una cola. Además, el armario femenino guardaba otras prendas, específicamente pensadas para las actividades al aire libre, como el guardapolvo, una chaqueta larga, parecida a una gabardina, que cubría el vestido y servía para viajar o ir en automóvil. Los deportes requerían faldas más cortas, materiales más resistentes, colores más claros ( generalmente el blanco) e, incluso, comenzaron a popularizarse los primeros bañadores. Todo ello creaba un nuevo paisaje indumentario, que acabaría desembocando en los cambios sustanciales que tuvieron lugar en el traje femenino a partir de la Primera Guerra Mundial. Si nos fijamos en alguna de las imágenes que nos llegan de la mano de Cardona, podemos observar esta nueva modernidad, o lo que en el primer número de la revista Pèl & Ploma, editada en Barcelona, llamaban «La Minerva de hoy», «que sabe más latín que por entonces: sabe leer y habla incluso con sentido común; sigue guardando la reputación de Atenea, pero su presencia despierta más corazones que la antigua guerrera».

 

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Se trata de una joven con actitud segura, que bebe con pajita y tiene las manos cargadas de anillos, grandes y de colores. Viste a la moda, siguiendo una silueta orgánica, con una blusa rayada de mangas acampanadas recogidas en el puño y cuello alto, rematado con lo que podría ser una gasa fruncida o un pañuelo, que le enmarca la cara, pícara, coronada por un gran sombrero. La cintura se ciñe con un fajín, que recoge la blusa, y la falda, que marca las caderas, se despliega juguetona al bajo. Los complementos jugaban un rol importante en la indumentaria femenina, sobre todo cuando, a comienzos del siglo xx, gran parte de la decoración aplicada de carácter historicista que había marcado la década anterior se perdió. Ahora, grandes sombreros o elementos de bisutería, como los anillos, entraban a formar parte de la imagen femenina con contundencia.

Laura Casal-Valls


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